El presidente de Rusia, el hombre que ha proclamado que mi país no debería existir —que es un error histórico que deben corregir los soldados rusos— fue recibido con entusiasmo en Alaska por el presidente de Estados Unidos. Putin descendió de su avión y de su aislamiento diplomático, y caminó por una alfombra roja como un invitado de honor.
Su sonrisa era triunfal. ¿Era la confianza de quien cree que saldrá impune de todo lo que ha hecho? ¿O la anticipación de obtener lo que deseaba: una Ucrania sometida y una alianza transatlántica debilitada? Quizás ambas cosas.
Los estadounidenses pudieron sentirse incómodos, pero para los ucranianos ver a Putin sonreír y reír fue repugnante.
El encuentro entre Putin y el presidente Trump, el viernes, fue un recordatorio de una verdad simple: que el verdadero obstáculo —el único obstáculo real— entre Trump y la paz en Ucrania (y su ansiado Premio Nobel) es Putin. Rusia podría terminar la guerra en cualquier momento deteniendo sus ataques y retirando a sus fuerzas. Bastaría con regresar a casa. Putin podría ponerle fin con una sola llamada telefónica.
Putin —y a veces Trump— han intentado presentar a Ucrania como el impedimento para la paz. Pero pensemos cómo podría Ucrania terminar esta guerra en los términos que aceptaría Putin: entregándole todo. Renunciando al territorio que decenas de miles murieron defendiendo, abandonando cualquier aspiración de unirse a la OTAN o a la Unión Europea, aceptando no mantener un ejército capaz de defenderse y colocando un gobierno títere obediente a Moscú. En otras palabras, aceptando dejar de existir.